Entre desmemorias y memorias, idas y vueltas.
Nadie sabe como se
comienza a formar, ni de dónde surge.
Pero todos la
tienen, la moldean, la olvidan, la visitan.
La memoria, es un
refugio y una cárcel, un cajón con demasiados papeles, la memoria es una casa en
la arena.
Hay casas tan vacías,
que las paredes se confunden con el techo, y el techo con el suelo, y uno se
siente en el medio del desierto, con el viento atravesando el rostro, y los
recuerdos esparcidos en cada rincón del mundo.
Otras, están
repletas de historias, de muebles, de libros tirados en el piso y en las
paredes cajones, llenos de aromas, de voces y escritos.
A esas casas, vale
la pena ir a visitarlas de vez en cuando, sentarse en la vieja silla mecedora,
(aunque el mimbre ya esté astillado) y revisar a fondo los cajones, vaciarlos
de punta a punta, hasta el último pedacito de tiza, que guardamos aquel agosto,
después de pintar rayuelas en todos los patios posibles.
A veces llenar la
casa con tanto mueble, tanto vida, tanta rutina, termina encerrándonos de a
poco, perdiendo la noción del tiempo, volviéndonos amarillos, cómo diario
viejo, convirtiéndonos en parte del mobiliario, escondidos y ocultos en los
vericuetos de la memoria, sin saber si somos el recuerdo o sólo recordamos lo
que fuimos antes de ser lo que ahora fuimos, o ayer somos.
A nuestra casa en la
arena (hecha también de arena), no es fácil sostenerla, ínfima y efímera, a
veces tambaleante, suele escaparse de nuestras manos, y volverse olvidada
llanura, tiempo en un reloj.
De vez en cuando, (sobre
todo los domingos de otoño) suelo visitarla, agrego un estante, guardo una foto
en un cajón, abro todos los frascos, todos los olores guardados y los dejo
libres.
Por un instante, el
olor a tierra mojada, también puede ser humo de vela un día que se cortó la
luz, una esquina camino al colegio, que olía a jazmines, abrazo tibio de mi
abuela, y tostadas en días de invierno.
Cada vez que voy,
también traigo una parte de aquel lugar, lo reparto entre mis días, en el agua
del mate, que va a cada amigo, en las risas que salen desde mi panza, y en los
garabatos que forman las letras que escribo.
Guardo
especialmente, pedacitos de mi casa para los niños, ellos son buenos
arquitectos de arena, y es más fácil para ellos edificar nuevos rascacielos sin
fronteras.
No me olvido que mi
casa es de arena, y que hay ciertas cosas que desarma el mar, y ciertas cosas
que se lleva el viento.
Espero que cuando se
derrumbe, otros puedan llevarme en la pared de sus propias casas, en la madera
de los cajones, o en las partículas que conforman el mimbre de una silla
mecedora.
Y que de vez en
cuando, abran el frasco con mi aroma, y me dejen deslizarme de a poquito entre
las paredes de una nueva casa de arena.
Victoria Jerez.