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lunes, 30 de abril de 2012


Entre desmemorias y memorias, idas y vueltas.

Nadie sabe como se comienza a formar, ni de dónde surge.
Pero todos la tienen, la moldean, la olvidan, la visitan.
La memoria, es un refugio y una cárcel, un cajón con demasiados papeles, la memoria es una casa en la arena.

Hay casas tan vacías, que las paredes se confunden con el techo, y el techo con el suelo, y uno se siente en el medio del desierto, con el viento atravesando el rostro, y los recuerdos esparcidos en cada rincón del mundo.

Otras, están repletas de historias, de muebles, de libros tirados en el piso y en las paredes cajones, llenos de aromas, de voces y escritos.

A esas casas, vale la pena ir a visitarlas de vez en cuando, sentarse en la vieja silla mecedora, (aunque el mimbre ya esté astillado) y revisar a fondo los cajones, vaciarlos de punta a punta, hasta el último pedacito de tiza, que guardamos aquel agosto, después de pintar rayuelas en todos los patios posibles.

A veces llenar la casa con tanto mueble, tanto vida, tanta rutina, termina encerrándonos de a poco, perdiendo la noción del tiempo, volviéndonos amarillos, cómo diario viejo, convirtiéndonos en parte del mobiliario, escondidos y ocultos en los vericuetos de la memoria, sin saber si somos el recuerdo o sólo recordamos lo que fuimos antes de ser lo que ahora fuimos, o ayer somos.

A nuestra casa en la arena (hecha también de arena), no es fácil sostenerla, ínfima y efímera, a veces tambaleante, suele escaparse de nuestras manos, y volverse olvidada llanura, tiempo en un reloj.

De vez en cuando, (sobre todo los domingos de otoño) suelo visitarla, agrego un estante, guardo una foto en un cajón, abro todos los frascos, todos los olores guardados y los dejo libres.
Por un instante, el olor a tierra mojada, también puede ser humo de vela un día que se cortó la luz, una esquina camino al colegio, que olía a jazmines, abrazo tibio de mi abuela, y tostadas en días de invierno.

Cada vez que voy, también traigo una parte de aquel lugar, lo reparto entre mis días, en el agua del mate, que va a cada amigo, en las risas que salen desde mi panza, y en los garabatos que forman las letras que escribo.
Guardo especialmente, pedacitos de mi casa para los niños, ellos son buenos arquitectos de arena, y es más fácil para ellos edificar nuevos rascacielos sin fronteras.

No me olvido que mi casa es de arena, y que hay ciertas cosas que desarma el mar, y ciertas cosas que se lleva el viento.
Espero que cuando se derrumbe, otros puedan llevarme en la pared de sus propias casas, en la madera de los cajones, o en las partículas que conforman el mimbre de una silla mecedora.
Y que de vez en cuando, abran el frasco con mi aroma, y me dejen deslizarme de a poquito entre las paredes de una nueva casa de arena.



Victoria Jerez.

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