Decir que no, es fácil.
No se corren grandes riesgos.
No se tienen que enfrentar realidades desconocidas.
Decir que no es la solución contra todo cambio.
Nos da seguridad, constancia, nos vuelve invencibles, intocables, indestructibles.
Decir que sí, es un problema.
Es un torbellino de puertas que se deciden a abrir o a cerrar.
Decir que sí, es la mosca en la sopa de todo ser cómodo.
¿Acaso alguien se detiene a pensar en lo que se arriesga con un sí?
Decir que sí es un dolor de cabeza.
Incertidumbre contínua que incomoda, descoloca, avergüenza.
Decir que sí es dejar las cómodas 4 paredes del no, para adentrarse a un norte indefinido.
Uno sabe que al decir que sí puede perder mucho.
¿Será eso lo que lo vuelve irresistible?
¿La incertidumbre de tener todo por perder, pero también todo por ganar?
Decir que sí, nos vuelve frágiles, nos asusta, nos induce a riesgos, nos vuelve blanco de batalla.
Genera expectativa ante lo desconocido, ante lo que podemos lograr, con arriesgarnos, aunque sea una vez.
Nos hace dar cuenta de que tenemos que elegir,
entre vivir, o dejarnos estar.
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