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viernes, 22 de junio de 2012

Memorias (y desmemorias) 1


Gonzalo

Cuando volvía de la escuela, (casi en una ritual silencioso) tomaba el colectivo en la esquina, justo en la esquina, la misma esquina todas las tardes. No me molestaba, algo tienen las esquinas, esa cosa inconclusa, que me atrapa, y me deja pensando.
El colectivo, era mi vía de escape, me permitía dar vueltas y vueltas por aquel laberinto que es mi ciudad.
Solía vislumbrar a los edificios como los señores del lugar, abriendo camino a su paso, resaltando sus fachadas con la claridad del sol, y esperando, siempre en silencio. Esperando.
Seguramente sentían el paso del tiempo en cada una de sus paredes, en cada ladrillo, ventana  o balcón.
Esperando. Siempre solemnes, con inmutable presencia ante el derrumbe de colegas, el nacimiento de otros, cada vez más apretujados, cada vez con menos espacio, menos aire.
Algunos con altura sublime, con la capacidad de exhibir su detallada corteza al mundo, otros pequeños clones, creaciones de apuro, útiles en escasos momentos.
En mi viaje porteño, los que más me atraían (y atraen), son los edificios y construcciones atemporales, aquellas que parecen estar en un sitio equivocado, en el tiempo erróneo.
Me fascina el detalle de sus balcones y ventanas, todas con aquel aire misterioso, que invita a dejarse llevar a otra época.
Pero al fin y al cabo, todos esperan, como pasajeros en el anden de un tren, que no se sabe con exactitud el destino.
Esperan imponentes y en silencio (siempre en silencio), el momento en el cual, la mano que los creó, decida arrancarlos de ese triste papel de espectadores, observando los fracasos y desprogresos de una civilización que pareciera avanzar hacia atrás, retrocediendo casilleros, ante cada decisión de seguir adelante.
Esperando, siempre en silencio, imponentes.
Esperando.

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